De saltos especulativos, hipótesis y límites

Teorías elaboradas a lo largo de los siglos, tanto filosóficas como científicas, nos recuerdan que la especulación más radical forma parte del método científico.

El bosó de Higgs.

El bosó de Higgs.

Después de cuatro años de expectación y meses de rumorología más o menos incontrolada, el pasado 4 de julio el CERN anunció el descubrimiento del Bosón de Higgs, la partícula elemental que durante casi 50 años había sido poco más que una conjetura ideada para dar sentido al Modelo Estándar. Las cinco décadas que separan la hipótesis de Peter Higgs, François Englert y Robert Brout (en 1964) de su confirmación experimental esconden una lenta y costosa evolución técnica que enfatiza las dificultades no solo de la búsqueda sino del propio método científico. En los cinco estadios de este proceso: 1) observar, 2) generar una hipótesis, 3) experimentar, 4) extraer conclusiones y 5) elaborar una teoría, el diseño de un experimento reproducible que proporcione datos fiables es habitualmente uno de los pasos más laboriosos de la cadena. Igual que el Higgs, partículas como el gluon o los bosones W y Z, entre otros, también fueron descritas y predichas antes que la comunidad científica tuviera las herramientas adecuadas para su detección. Pero más allá del terremoto mediático y del triunfo tecnológico que suponen, estas observaciones ponen de manifiesto las complejas implicaciones del método y, en especial, de la formulación de la hipótesis inicial.

Cinco décadas de espera no son nada al lado de los 22 siglos que separan la idea primigenia del átomo de Demócrito, hacia 450 aC, de la primera teoría atomista de la modernidad, propuesta por John Dalton en el siglo XIX. Y, a pesar de que el concepto actual de átomo tiene poco que ver con las partículas eternas e indivisibles que conformaban la materia según Demócrito, el salto especulativo de aquella hipótesis, formulada sin ningún fundamento experimental –puramente como ejercicio mental—resulta capital. Que en la Grecia presocrática, Demócrito y sus discípulos no tuvieran los métodos empíricos para comprobar la validez de su atomismo es prácticamente irrelevante. Lo que destaca como un acto de abstracción absolutamente remarcable es el atrevimiento conceptual de una nueva imagen de la naturaleza más allá de lo estrictamente visible y palpable. Ésta y muchas otras teorías elaboradas a lo largo de los siglos, tanto desde la filosofía como desde la ciencia, nos recuerdan que, en definitiva, la especulación más radical forma parte del método científico.

Son precisamente los saltos especulativos como los de Demócrito (o Zwicky, o Turing, o Lemaître, o Einstein), las desviaciones en el pensamiento establecido de cada época, las que, a menudo, años o siglos más tarde, acaban desarrollando nuevas teorías que nos ayudan a explicar y entender un poco mejor lo que nos rodea. Buena parte de las revoluciones de la física moderna irrumpieron en la academia de su día de manera brusca, produciendo profundas heridas en el establishment científico del momento. Y todas ellas se lanzaron desde la más pura especulación, basadas en intuiciones y/o extrapolaciones de observaciones anteriores, pero sin los medios para confirmarlas de manera directa y definitiva.

El significado de determinadas palabras claves del léxico científico ha evolucionado en paralelo a las distintas hipótesis, teorías y definiciones que a lo largo de los siglos complementan o suplantan el concepto original. De nuevo, “átomo” es un buen caso de estudio. En contraposición a esta flexibilidad, la noción de “ciencia” generalmente aceptada en el vocabulario cotidiano es más rígida que la que debería ser. Demasiado a menudo olvidamos que “ciencia” es solamente lo que está aceptado y demostrado por la academia, lo que tiene una aplicación y una repercusión directa sobre otras disciplinas y áreas de la cultura humana. El término también sugiere este esfuerzo conceptual que, antes de la demostración definitiva, comparte escenario y atrevimiento con la metafísica.

Graham Harman, uno de los padres del realismo especulativo, propone precisamente una ruptura con la tradición moderna de la filosofía y la metafísica que, a su entender, ha acabado dependiendo demasiado del cientifismo (la corriente de pensamiento que solamente acepta las ciencias comprobables como fuente de explicación de la naturaleza). Harman defiende la idea de que la filosofía debe sorprender y apostar por experimentos mentales (lo que Hans Christian Ørsted bautizó como Gedankenexperiment), por teorías no necesariamente demostrables desde un punto de vista científico. La ironía, lógicamente, es que el posicionamiento de Harman es casi equivalente a la noción de hipótesis científica: ideas difícilmente demostrables que nos obligan a pensar de otras maneras y a cuestionar nuestros esquemas habituales, nuestra cosmología cotidiana.

A propósito de la teoría del estado estacionario (un modelo cosmológico hoy obsoleto que pretendía imponerse como a alternativa del Big Bang durante los años cincuenta), Sean Carroll (2010) habla de los orígenes especulativos y metafísicos de cualquier hipótesis similar: “Desde la comodidad de nuestra perspectiva moderna, el modelo del estado estacionario parece poco más que una superestructura construida a partir de presupuestos filosóficos bastante insustanciales. Pero muchas grandes teorías empiezan así, antes de que tengan que afrontar la dura realidad de los datos”. Es relativamente fácil elaborar un listado de hipótesis que en la actualidad compiten por proporcionar explicaciones a fenómenos de distintas disciplinas científicas. Tanto para expertos como para profanos en la materia, algunas resultan más fáciles de encajar que otras –algunas se alejan más que otras de nuestros patrones de pensamiento habituales. Pero está claro (históricamente) que esto no ha de ser un motivo ni para aceptarlas ni para refutarlas. La hipótesis del Universo Matemático (MUH) de Max Tegmark es un buen ejemplo. Según Tegmark, la realidad física que nos envuelve es una estructura matemática, porque todas las estructuras que existen matemáticamente también existen físicamente. Esta idea (¡aquí extremadamente simplificada!), que recoge y lleva a un nuevo extremo el pensamiento pitagórico y el legado de Galileo, según el cual el Universo era “un libro escrito en lenguaje matemático”, polariza la opinión de los colegas de Tegmark y, a menudo, desconcierta al gran público. Y no hay que aceptarla como válida solo por su carácter polémico, pero es, volviendo al ejemplo especulativo de Harman, un ejercicio estimulante. Y no solamente eso. La hipótesis de Tegmark apunta (de modo involuntario, como cualquier Teoría del Todo) hacia otra vertiente crucial del debate: los límites del propio conocimiento. Más allá de si la ciencia llegará alguna vez a elaborar una Teoría del Todo que pueda resumir y explicar en un solo paquete todos los fenómenos físicos conocidos, no podemos olvidar que, a pesar de nuestros mejores saltos conceptuales, existen límites epistemológicos (presuntamente) inevitables impuestos, de entrada, por nuestra propia fisiología.

Lo que David Chalmers llama “el problema duro de la consciencia” (¿cómo podemos explicar la existencia y los mecanismos que hacen posibles nuestras experiencias subjetivas?) se refiere más o menos directamente a estos límites. Chalmers, como otros filósofos de la mente antes que él, plantea este vacío explicativo como un obstáculo insalvable en el estudio de la consciencia: “¿Por qué cuando nuestros sistemas cognitivos procesan la información visual o auditiva, tenemos experiencias visuales o auditivas: la calidad del azul marino, la sensación de un do medio? ¿Cómo podemos explicar nuestras imágenes mentales o la experiencia de las emociones? Hace tiempo que hemos aceptado ampliamente el hecho de que la experiencia proviene de una base física, pero no disponemos de una buena explicación de por qué y cómo pasa esto” (Chalmers, 1995). Dicho de otro modo: no parece fácil (o posible) explicar de qué manera los intercambios de señales eléctricas entre redes de neuronas generan nuestra experiencia subjetiva. Peor aún, si toda nuestra experiencia está mediatizada por el cerebro, entender cómo y porqué funciona la mente, la consciencia o lo que se genere en ellas parece una tarea imposible de alcanzar, simplemente por la ausencia de perspectiva que esto supone. Estudiar y analizar un fenómeno sin una cierta distancia, desde dentro del propio fenómeno, acarrea contradicciones o, como mínimo, dificultades. Nuestras mejores hipótesis sobre la consciencia provienen de las propias redes neuronales, y están articuladas a través del lenguaje –en definitiva, un sistema finito profundamente arbitrario y con límites claros.

Durante una conversación reciente más o menos motivada por los rumores previos al anuncio del CERN, José Manuel Berenguer reflexionaba sobre estos límites epistemológicos, sobre la ausencia de perspectiva que en última instancia restringe e impone límites al pensamiento humano. “Somos una de las partes del Universo que lo hacen capaz de pensarse a sí mismo y los dispositivos que informan de sus detalles, los instrumentos perceptivos de que disponemos, la maquinaria perceptiva, pero también la cognitiva, la que interpreta las informaciones que llegan ya distorsionadas a las áreas de proyección primaria del córtex, tienen limitaciones de orden físico, porque forman parte de la realidad física, y computacional, por el hecho de que la computación tiene límites y las redes de neuronas no dejan de ser dispositivos computacionales. Todos estos elementos contribuyen al tejido de la tela que, según Bernard d’Espagnat, nos separa definitivamente de una realidad de la que, paradójicamente, formamos parte”. Las repercusiones de esta falta de perspectiva van más allá del problema aparentemente insalvable que plantea Chalmers sobre la consciencia. El debate que mantenían Turing y Gödel hace casi un siglo daba vueltas a un problema similar, aplicado al campo de las matemáticas. Y no parece muy descabellado pensar que la búsqueda de los elementos constitutivos de la materia, que a buen seguro irá mucho más allá del bosón de Higgs en un futuro próximo, también esconde la misma trampa epistemológica. Sin un punto de vista externo, no podemos aspirar a un análisis neutral, objetivo y exhaustivo del propio contexto, del hecho, del mundo ni de nosotros mismos. En palabras de d’Espagnat (2005): “la ciencia no nos da un auténtico acceso Real en el sentido ontológico de la palabra, solo a los enlaces entre fenómenos”.

Notas

Carroll, Sean. From Eternity to Here: The Quest for the Ultimate Theory of Time. Nova York, Dutton Books, 2010.

Chalmers, David. Facing Up to the Problem of Consciousness, Journal of Consciousness Studies, 2 (1995) pp. 200-219.

D’Espagnat, Bernard, Une réouverture des chemins du sens, en Staune, J., Science et quête de sens. París, Presses de la Renaissance, 2005.

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